Cuando nos dijeron que teníamos que cambiarnos de habitación no queríamos hacerlo. Es cierto que la anterior tenía una moqueta verde y vieja llena de ácaros, dos camas pequeñas imposibles de juntar dada la estructura del viejo castillo reformado en el que pasamos mes y medio. Arañas y, sobre todo, esa habitación estaba rodeada por las otras camas de los niños, que incluso en nuestros días libres nos despertaban a las 7 de la mañana. Así que no entiendo por qué razón no nos entusiasmamos cuando nos informaron de que nos teníamos que trasladar al primer piso, donde solo estaríamos nosotras y la sala de enfermería frecuentada de vez en cuando por niños en carne viva, que arrastraban sus codos o sus rodillas con la piel a jirones mientras dejaban algún que otro rastro por las paredes, víctimas de un resbalón sobre la gravilla mientras jugaban un partido.
Intentamos hacer nuestro ese espacio compartido con los niños que sangran, cuyas visitas eran imprevistas. Intenté hacerlo mi winnipeg, un refugio donde escapar al calor sofocante y a los gritos ensordecedores, inundado por la nieve que sería capaz de sellar ese hueco donde debería haber una puerta velando por nuestra privacidad. Curando las grietas del viejo castillo, que dividían las interminables paredes como un relámpago sobre el agua, hogar de telarañas y grava que cae a cada golpe que sufre. Quise realmente llamar a Guy Maddin y decirle ven y arregla este espacio, haz que el suelo sea blanco y frío, que sea un campo de nieve donde crezcan las cabezas de los caballos congelados y que cuando el hielo de sus ojos se derrita parezca que están llorando, y poder subirme a la cama como si fuera una balsa o un bote salvavidas que me llevara a cualquier otra parte salvo esta. Ven y haz que la nieve entre, asesina al calor a sangre fría. Pero Guy Maddin nunca vino.
Una mañana estaba encargada del desayuno y ella podía quedarse en la cama durmiendo, así que puse en una bandeja dos trozos de pan untados en mantequilla y una taza hasta arriba de café negro y sin azúcar y se los subí a la habitación, esperando encontrármela entredormida en la cama. Cuando llegué la habitación estaba vacía, las sábanas desordenadas, la camiseta que usaba para dormir en el suelo y el ordenador abierto en el suelo, sonaba Mazzy Star con su voz de terciopelo y toda esa dulzura que uno solo es capaz de soportar por las mañanas o en los días más melancólicos. A lo lejos oí el ruido del agua de la ducha y supe que había llegado tarde. Dejé la bandeja con el desayuno sobre la cama y salí de la habitación, dándome cuenta de que por fin ese espacio era un poco más nuestro, de que nunca había sido tan ella como en ese preciso instante en el que solo estaba habitado por su ausencia. Lo estudié una vez en la escuela de cine: la aprehensión espacial. Primero llega el espacio, con toda su magnitud y su peso, y después llega todo aquello que habita en él, mimetizándose, robando las características de este espacio. Después de haber vivido y aprendido ese vacío, fui capaz de sentirlo. Lo aprehendí tarde, pues aquella era, al fin y al cabo, una habitación que habitaba en la estación equivocada.